Comprendiendo al Ejército Nacional Colombiano - Aristas del conflicto colombiano - Libros y Revistas - VLEX 635981985

Comprendiendo al Ejército Nacional Colombiano

AutorAna María Forero Ángel
Cargo del AutorAntropología y filósofa de la Universidad de los Andes (Bogotá) con doctorado en Teoría e Investigación Social, énfasis en Antropología de la Università la Sapienza (Roma)
Páginas147-163
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Introducción
En la República de Colombia, en Sudamérica, el estado de emer-
gencia ocial se implanta intermitentemente desde siempre. Los
tiempos y el ritmo con que esta medida se aplica nos dan una idea
sobre el modo de operar de Estados como los que Bertold Brecht,
tomando como ejemplo a la Alemania de los años treinta, deno-
minó de ‘desorden ordenado’ (Taussig, 1995).
En el año 2005, después de dos años de ausencia, llegué a
Colombia a hacer el trabajo de campo sobre el que se basa este
capítulo. Cuando regresé al país, mi primera impresión fue un
aumento enorme en el despliegue de seguridad. En el aeropuerto
los agentes de la Policía esculcaban a cada una de las maletas, los
perros olfateaban pasajeros y equipajes y los comentarios de los
funcionarios del  no se limitaban al ‘bienvenido a su casa,
¿Nombre? ¿Cédula? ¿Dirección de llegada?’ y a un incrédulo: ‘a
la salida encontrará un servicio de taxis seguro’. Los funcionarios
querían saber los pormenores de mi regreso, querían que justi-
cara el tiempo que estuve lejos, querían saber si iba a perma-
necer en la dirección que en ese momento indicaba o si pensaba
cambiar de domicilio. Superada esta primera barrera, una mujer
policía me requisó. Preguntó qué llevaba en el cinturón y le dije
que era la plata con la que iba a vivir esos meses en Colombia.
La agente me explicó que si bien la suma no debía ser declarada,
debía llevarme al cuarto a revisarme y a examinar mis maletas.
Comprendiendo
al Ejército Nacional
Colombiano
Ana María Forero Ángel
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Aristas del conflicto colombiano
Con gentileza me escoltó hasta el sótano, conocido entre muchos como el ‘cuartico’:
escenario en el que las narraciones de vejaciones han tenido lugar. En el sótano mis
maletas fueron revisadas una a una, los regalos desempacados , y una cantidad de
preguntas apuntaban a establecer con claridad mi identidad. Las mujeres policía se
encargaron de requisarme rigurosamente, mientras los hombres no dejaban centí-
metro de equipaje sin esculcar. Todo transcurría en una tensa calma. La puesta en
escena de la seguridad era ecaz y amable. Estuve en el cuarto sin posibilidad de
comunicarme con nadie una hora y tras haberse asegurado de mi inocencia me des-
pedían haciéndome rmar un documento en el que se decía: “Yo, Ana María Forero
Ángel, con cédula de ciudadanía xxxxxx, doy fe de no haber recibido malos tratos y
de haber recibido las instrucciones para transportarme en forma segura mediante
taxi en la ciudad de Bogotá”. Ni la plata, ni las maletas, ni mi presencia habían roto
la performance de seguridad y todo había seguido como lo había descrito un agente:
en la más completa normalidad.
En la congestionada salida de los vuelos internacionales me esperaba mi fa-
milia, después de los saludos nostálgicos noté la presencia de una cantidad de tro-
pa y les pregunté qué había pasado. Mi pregunta no apuntaba a saber qué había
ocurrido en los últimos años. Quería saber el evento que justicaba la cantidad de
soldados. Nada, no había pasado nada. El de spliegue era rutinario. El taxista explicó
que por n teníamos un Presidente de mano dura, que velaba por la seguridad de los
ciudadanos y que no esperaba a que pasara algo para usar al Ejército y a la Policía.
Durante la charla, el taxista me explicó que a Uribe no “le temblaba la mano, que
ahora Colombia sí estaba cambiando y que seguramente por n podríamos saber
lo que es vivir en paz”. La charla con el taxista transcurría en medio de una ruta
militarizada. Esta misma conversación la tuve en Cartagena, en Antioquia, en Bo-
yacá. Las personas con las que hablaba parecían coincidir en que la seguridad había
aumentado y en que por eso “los colombianos por n podían disfrutar de su tierra,
viajar por ella”. En los meses que vinieron, las conversaciones cotidianas giraron en
torno a cómo se podía viajar por las carreteras, a cómo los pequeños propietar ios se
alegraban de poder volver a sus ncas. La presencia de los soldados en la vida coti-
diana era bienvenida. La permanencia de cordones de seguridad que garantizaran la
movilidad era bien aceptada. La ilusión de poder llevar una existencia en medio de
la paz era posible gracias a la permanencia de las Fuerzas Armadas.
La sensación de poder vivir en tranquilidad, de poder vivir en la normalidad
que la paz regalaba se asociaba a la presencia de las Fuerzas Armadas. Los colom-
bianos recuperaban la libertad de moverse en las calles porque soldados y policías
se sacricaban por ellos y vigilaban el espacio público que “de nuevo” pertenecía a

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