El derecho de consumo. Desde la teoría clásica del contrato hasta los nuevos contratos - Núm. 35, Enero 2011 - Revista de Derecho de la División de Ciencias Jurídicas - Libros y Revistas - VLEX 379667426

El derecho de consumo. Desde la teoría clásica del contrato hasta los nuevos contratos

AutorKaren Isabel Cabrera Peña
CargoAbogada de la Universidad del Norte, asistente de investigaciones de la División de Ciencias Jurídicas y Políticas de la misma universidad
Páginas55-95

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Introducción

La denominada Teoría Clásica o Tradicional de los contratos parte del supuesto de que los individuos están en igualdad de condiciones, lo cual les permite pactar, en libertad, lo que consideren conveniente para sus intereses económicos y sociales (Tamayo Lombana, 1998).

Esta teoría descansa en los principios económicos de la libertad de empresa, la cual implica la libertad de cada persona de crear y dirigir las actividades del mercado, fundando para sí sus propias condiciones; también el principio de la iniciativa privada, que consiste en la delegación que hace el Estado a los particulares para que tengan potestades de regular sus relaciones sociales y comerciales, puede ser mediante actos o negocios jurídicos (Ospina Fernández & Ospina Acosta, 2000).

La iniciativa privada demuestra que el hombre, como titular de derechos, puede decidir qué contrata y sobre qué contrata. Este concepto hace referencia a la potestad y libertad de determinar qué se quiere crear en materia negocial con miras a la satisfacción de necesidades individuales y el progreso de la sociedad (Ossorio Morales & Ossorio Serrano, 2003).

El Estado reconoce la iniciativa como un derecho que emana de la libertad, y por tanto no puede ser restringido; implica los derechos que otorga éste a los particulares de tomar la decisión de contratar o no y la libertad de escoger la configuración y normatividad de la relación jurídica que se va a crear; sin embargo, debe catalogarse como un poder que nace de la ley, y por tanto no es una fuente autónoma de efectos jurídicos, pues debe expresarse legalmente para que tenga un valor normativo. Por sí sola no puede crear derechos; si bien la iniciativa es absoluta del hombre para crear relaciones jurídicas, sólo entre quienes lo determinen puede tener efectos, en la medida que una norma le dé fuerza obligatoria (Albadejo, 1958).

Como límites al ejercicio de la libertad económica y de empresa la ley ha consagrado estipulaciones que implican que no se ataque la

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moral, el orden público y los derechos de los demás, en la medida que la iniciativa privada debe utilizarse para el progreso y bienestar de la sociedad. El Código Civil colombiano en su artículo 16 señala: No podrán derogarse por convenios particulares las leyes en cuya observancia están interesados el orden y las buenas costumbres; el artículo 1523: Hay asimismo objeto ilícito en todo contrato prohibido por las leyes, y el artículo 1602: Todo contrato legalmente celebrado es una ley para los contratantes, y no puede ser invalidado sino por su consentimiento mutuo o por causas legales; los anteriores son los límites que el legislador ha señalado como control tradicional a la celebración de actos jurídicos.

La libertad económica y de empresa fueron salvaguardadas por la Constitución Política de 1991; de esta forma, el legislador, además de promulgarlo, también impone límites con fines sociales, a través de normas que confinan el ejercicio a este principio, de tal forma que sea combatible con el sistema de valores, principios y derechos consagrados por la misma carta. Por tanto, estas restricciones de ninguna manera tratan de anular un derecho sino de reconocerlo y promocionarlo en un marco equilibrado sobre otros fines constitucionalmente valiosos (Corte Constitucional, C- 792 de 2002).

La limitación de la iniciativa privada opera siempre en subordinación al orden público y las buenas costumbres, las cuales buscan salvaguardar, por un lado, los derechos y los intereses de los demás y, por otro, permitir transacciones entre los particulares. En este orden de ideas, los particulares están en libertad de perfeccionar, según su conveniencia, cualquier acto jurídico y determinar su contenido, el alcance, las condiciones y modalidades de éstos; solo que al hacerlo deben cumplir con ciertos requisitos exigidos por el legislador que obedecen a la protección de los propios agentes, de los terceros y el interés general de la sociedad (Ospina Fernández & Ospina Acosta, 2000).

Además de las ya señaladas, nuevas limitaciones de la libertad contractual han sido desarrolladas jurisprudencialmente. La Corte Suprema de Justicia (Exp. 0500 1-3103-1997-10347-01 de 2006) señala que las libertades de negociación logran cabal realización en la medida que no estorben a la iniciativa privada; es decir, de modo excepcional, terceros

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ubicados en la periferia del contrato pueden acusar sus estipulaciones siempre y cuando exista una directa injerencia y ésta sea expresamente autorizada por el legislador.

El propósito de esta excepción es preservar la eficacia negocial, pues la validez del contrato ya no es un asunto reservado de las partes que lo celebran, de cualquier modo que solo terceros con interés en una relación contractual particular pueden invocar vicios en él, limitando este ejercicio a terceros que no tengan mediación en el trato y excluyéndolos de esta posibilidad (Corte suprema de Justicia, Exp. 0475 de 2004).

Por otro lado, la no derogación de pactos consiste en que no se pueden cambiar cláusulas que se hallan en perfecta validez, ya que hacerlo pone en riesgo el cumplimiento del contrato respecto a la voluntad de las partes; sin embargo, esta premisa se limita cuando el juez declara que ciertas clausulas deben declararse nulas, pues son abusivas y perjudican a la parte más debil de la relación contractual (Corte Suprema de Justicia, Exp. 25899- 3193 -992 -1999- 00629).

Como se puede observar, el objetivo de este artículo es mostrar, en la esfera propia de la economía de mercado, cómo la libertad de iniciativa privada y la autonomía contractual han de ser limitadas frente a la protección de intereses y derechos colectivos, particularmente en el ámbito de protección al consumidor.

Para lograr este objetivo se ha recurrido al análisis de la normativa, la jurisprudencia y la doctrina nacional y extranjera sobre el tema, y se ha dividido el artículo en los siguientes temas: (a) el contrato y los principios generales; (b) las nuevas formas de contratación, (c) los contratos de adhesión y condiciones generales; (d) el consumidor en las relaciones contractuales, y finalmente, las conclusiones.

1. Del contrato y los principios generales del contrato

A partir de la Revolución francesa las leyes se tomaron como la principal fuente de derecho; para ese entonces, tal como lo infiere el Código de

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Napoleón, existía un prototipo, que ha cambiado sustancialmente, en el que se relacionaba directamente a la ley con el derecho, lo cual traía consigo que para el sistema jurídico la ley fuera la única fuente de derecho (Cubides Camacho, 2009).

Gracias a cambios políticos y económicos ocurridos a principios del siglo xix fue evidente la necesidad de que el ordenamiento jurídico regulara los acuerdos que se ejecutaban dentro de la sociedad industrial, pues cada día eran mayores las transacciones y era obvia, debido a los procesos de industrialización y a la expansión del comercio, la necesidad de defender a las personas de otras en condición de superioridad como del mismo Estado, y proteger también sus intereses dentro de la sociedad.

Es así como, desde el código francés de 1803, el contrato se define como un acuerdo legalmente formado, en el que existe un mutuo consentimiento entre dos o varias partes, a las cuales se exige que actúen de buena fe (Albadejo, 1958).

Según Diez- Picazo (2007), en el contrato siempre habrá consentimiento común de dos o varias partes; a su vez, se obtendrá como resultado una obligación con fuerza de ley. Originariamente no existía una relación clara entre contrato y acuerdo de voluntades, a pesar de asociarse. Cuando se hablaba del primero se hacía referencia a una obligación de carácter solemne, es decir, el contrato y, por ende, las obligaciones no nacían del acuerdo de voluntades sino del cumplimiento de ciertos ritos o formalidades establecidos previamente; por tanto, el contrato (con- tractus) existía sólo en la medida en que se cumpliera el ritual, sin importar que las partes hubiesen o no manifestado antes su voluntad.

Muchos han sido los cambios que se han producido en el sistema contractual tradicional1, sin embargo, aún prevalece en la mayoría de doctrinantes la tesis de que es una relación en la que intervienen dos o

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más personas, que declaran una voluntad y que recae sobre un objeto que da como resultado el nacimiento de una o varias obligaciones. El Código Civil colombiano lo considera un acto formado por la voluntad de una o varias personas, destinado a crear, modificar o extinguir obligaciones (Álzate Hernández, 2009).

Respecto al objeto, el código francés2 aseguraba que se desblobla en servicios y cosas; el código alemán3 lo asocia a la prestación o propósito sobre el cual recaen las obligaciones, sin embargo, podría confundirse la relación jurídico - patrimonial con el efecto. Ante este panorama, el sistema actual contractual indica que debe entenderse "objeto" como los bienes de las partes sobre las cuales se busca reglamentar (Lacruz Berdejo, Sancho Rebullida, Luna Serrano, Delgado Echeverría, Rivero Hernández & Ramns Albesa, 2003).

Tomando en cuenta lo anterior, los requisitos objetivos del contrato comprenden la posibilidad del perfeccionamiento del contrato, la licitud de la comercialización y uso de la cosa y, por último, la determinación, ya que es necesario que se conozca concretamente sobre qué ha de versar el contrato sin necesidad, en caso de controversia, de un nuevo acuerdo de las partes4 (Diez- Picazo, 2007).

Aunque un sector de la doctrina afirma que la voluntad hace parte del contenido del contrato, no puede olvidarse que solo tiene vigencia y validez lo que se ha...

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