Humanidades y media - Núm. 20, Enero 2014 - Revista Co-herencia - Libros y Revistas - VLEX 521549226

Humanidades y media

AutorJosé Luis Villacañas
Páginas39-57

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Podemos preguntarnos cuál es el futuro de las humanidades en nuestras sociedades de comunicación. Entiendo por humanidades toda forma de relacionarse relexiva y conscientemente con el legado intelectual de nuestras sociedades. Una sociedad de comunicación es, desde N. Luhmann, aquella cuyas estructuras comunitarias e identitarias vienen coniguradas y construidas por los lujos comunicativos, que ya han trascendido los mass media. Defenderé que sólo hay futuro para los valores republicanos mediante la construcción de una adecuada sociedad de comunicación y que esta sólo se lo-grará mediante la participación de la Universidad en esa estructura. Esta participación no es evidente, pero sí deseable. Para mostrarlo, partiré de ejemplos que proceden de España. Me permito hablar de forma tan concreta de España porque seré muy crítico con la forma en que se ha construido en ella la sociedad de comunicación. A eso dedicaré la primera parte de mi intervención. La segunda consistirá en algunas relexiones normativas que extraeré de ese ejemplo. En la tercera me acercaré a las opciones que tenemos sobre el futuro de las humanidades en la Universidad en Europa y recordaré a Max Weber. Comienzo por tanto con la primera parte. Pero antes me atreveré a deinir el estatuto de mi ensayo. Hablo de lo que conozco o debería conocer, en caso de que no esté completamente equivoca-do, de España y de Europa. Ignoro si de todo esto, algo o nada será útil a la sociedad y la universidad latinoamericana. Aunque está escrito con la inalidad de que en algún grado lo sea, se trata de la utilidad genérica del conocimiento. Como se verá, hablo desde una alteridad que quiere conocerse a sí misma. Como sabía Kierkegaard, lo relevante y lo útil no lo puede inducir el emisor, sino que reposa en el juicio libre del receptor. Espero que ese juicio sea benévolo.

I.

Durante las noches de los jueves, año tras años, unos cinco millones de españoles se han sentado ante su televisor para ver una serie de la primera cadena nacional. Se llama Águila Roja y está ambientada en esa confusa zona histórica que es la España imperial de los Austrias. Al hablarles acerca de ella espero mostrarles detalles que serán relevantes para el tema del futuro de las humanidades. El arquetipo de Águila Roja tiene un antecedente autorizado, muy conocido entre todos nosotros después de la popularidad que alcanzó

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desde Hollywood. Se trata de El Zorro. Como él, el protagonista de nuestra serie se esconde tras una máscara, como él oculta una larga historia de terrible dolor, como él tiene un hijo al que proteger y educar. Como en su prototipo, el éxito de la serie reside en que el personaje encarna pulsiones psíquicas características. Al mante-ner de forma arriesgada la doble vida, la secreta y la pública, nos anima a mantener juntas la miseria de la vida real y la posibilidad de una vida soñada. El relejo psíquico es casi infantil y por eso a estas series le es interna la mirada de un niño. Kafka dijo una vez que don Quijote era el alma delirante de Sancho Panza, su fantasía completamente liberada, su daìmon enloquecido y fuera de control. En estas series, todo alcanza coherencia desde la mirada del niño o del ayudante más bien tonto. Uno puede darle igual relevancia a los aburridos deberes escolares y a soñar despierto con un padre heroico y omnipotente, muy actualizado desde luego; y el otro puede sublimar su oicio subalterno como si fuera central para salvar al mundo. A diferencia de El Zorro, que se limita a una mimesis perfecta de su animal totémico, con su astucia característica, nuestro Águila Roja conoce todo tipo de artes marciales orientales y decora su humilde estancia madrileña con un elaborado complejo de velas, al modo de los altares budistas. Paciismo interior y místico que tiene que vivir la aventura heroico en un mundo injusto. Era una invención característica del periodo del presidente Zapatero.

Por qué cinco millones de espectadores han seguido y siguen con idelidad esta serie es muy difícil de precisar. Puede que las ca-denas de la competencia no pongan nada adecuado y es posible que, en esta época de escasez, emitir la cruda y brutal realidad del Gran Hermano sea menos costoso que dotar de imágenes pertinentes y elaboradas a las fantasías de un alma niña. En todo caso, no hay duda de que la mayoría de los españoles preiere el mundo de la imaginación infantil. Esta mayoría ignorará, desde luego, que al atender a este héroe siguen una secular tradición judaica que espera con anhelo la irrupción de un Encubierto, alguien que se oculta, que surge del anonimato de su pueblo –¿el hijo de un carpintero, quizá?–, que ha crecido oculto a las maquinaciones del mundo, y que de repente enarbola la bandera de la justicia con eicacia semi-divina. Sin nin-guna duda, el Encubierto es fruto de la desesperación de un pueblo que fue privado de su religión, de su certeza y de su autoestima, que dejó de coniar en sí mismo y en su virtud, pero que a pesar de todo

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siguió coniando en Dios y en su Mesías futuro incluso contra toda esperanza. La primera vez que se aludió al Encubierto como igura consciente fue, que yo sepa, en las disputas de Tortosa de 1414 en las que las comunidades judías perdieron a algunos de sus líderes más relevantes. Cuando se apretó a los rabinos allí presentes, delante de un Papa tan duro como Benedicto XIII, para que explicaran por qué en el Talmud muchas veces se da por supuesto que el Mesías ya ha venido, no pudieron sino reconocer que en efecto se dice eso. Pero el sentido real de la frase es que en cada generación de los seres humanos viene el Mesías. Sólo que se mantiene Encubierto por la maldad general de los creyentes de esa generación y no puede manifestarse porque no se da la consonancia entre su tiempo de emancipación y el tiempo presente de la maldad consumada. Cuando encuentre la generación adecuada, el Mesías, hasta ahora encubierto, se manifestará en la plenitud de su poder. La última manifestación precisa de esta igura se dio en las guerras de las Germanies valencianas y en algunas generaciones después. En esta ocasión, el Encubierto, que como es natural se proclamó rey legítimo de España, fue cuarteado y sus miembros abandonados por los caminos.

Los espectadores que durante una hora larga, sin pausas comer-ciales, se disponen a seguir las aventuras de este misterioso maestro de escuela que encubre a un justiciero, no saben que en el fondo de sus emociones alientan pulsiones mesiánicas. Saben de la crisis inacabable, y saben de la prosaica realidad, y no tienen pulsión más fuerte que les ate a la vida que la resistencia y la imaginación. Si un sencillo maestro puede transformarse en un justiciero, cualquier buena noticia es posible. La cosa se parece demasiado a un gobernante tenido por ingenuo, pero que atiende a los pobres y desvalidos. Sin duda, hay importantes diferencias respecto del arquetipo de El Zorro. Primero de todo, aquí no hay franciscanos raídos y santos. En primer plano hay cardenales corruptos y ambiciosos. No hay tampo-co rebelión contra la autoridad legítima ni estado de excepción, ni estamos en ese tiempo crucial en el que la autoridad colonial mexi-cana se va, la nueva republicana no ha llegado y el yankee amenaza en la frontera. El rey sigue siendo el personaje de máximo prestigio. Pero entre el rey y el pueblo sencillo, el mundo teje su red de conspiraciones, sociedades secretas, tramas de poder, cárceles sádicas, relaciones lascivas, ambición y cruel inidelidad que no retrocede ante lo más sagrado. Entre el mundo del poder sórdido y el rey sólo queda

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Águila Roja que emerge del pueblo y aunque no puede triunfar –el mundo es demasiado malo para esto– puede mantener a raya el mal e impedir que lo domine todo. Su programa, como lo que queda del estado de bienestar, es de mínimos.

Desde que Walter Benjamin introdujo sus análisis de cine en la gran ilosofía, no puede sorprender que se vinculen los temas de las humanidades a la cultura de masas. Ese místico maestrillo que sabe artes marciales orientales, y sabe cómo tratar a los poderosos, se parece demasiado a un cuento de hadas. Desde Betelheim sabemos la íntima relación que existe entre esos cuentos y las pulsiones más profundas del ser humano. Sin duda, es la manera más arcaica de impedir que los ideales abandonen el mundo y nos hablan de una realidad todavía joven en la que las metamorfosis y los cambios no se han agotado. Un último detalle más. Como complemento de la auto-publicidad de la serie, una voz nos dice algo así: “No se pierda el próximo episodio en el que se nos desvelará cómo Lucrecia pasó de enunciar sus profecías a ser la marquesa de...” creo que de Santillana. Es lógica mi falta de precisión en los detalles, porque la forma de enterarse de estos cortes publicitarios reclama y exige solo una percepción distraída. Pero he prestado suiciente atención como para recordar un libro de un eminente hispanista, un estudioso de la historia de la universidad española, y de la historiografía propia de la época de Felipe II, Richard Kagan. Ese libro se llama Los sueños de Lucrecia. Es imposible que el guionista de la serie no conozca este libro. En realidad, el caso de Lucrecia ha producido más de un libro. Sin embargo, su forma de introducirlo en la serie es muy característica. La profetisa Lucrecia, a la que se supone un pasado oscuro, se convierte en un personaje central de la serie, se eleva a la nobleza y ocupa un lugar por el que pasan todas las tramas del poder, amante a la vez del cardenal y del corregidor, de la autoridad eclesiástica y civil. Un mundo todavía capaz de metamorfosis hacia lo peor. Pero con reglas. El mundo de la fábula está atravesado...

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