Lenguajes políticos y construcción de identidades - Núm. 2-2005, Enero 2005 - Revista Co-herencia - Libros y Revistas - VLEX 76949045

Lenguajes políticos y construcción de identidades

AutorFrancisco Colom González
CargoInvestigador del Instituto de Filosofía. Consejo Superior de Investigaciones Científicas (España). flvcg10@ifs.csic.es
Páginas40-54

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La epistemología de las ciencias humanas y de la filosofía sufrió unas décadas atrás un cambio decisivo al que se suele denominar el giro lingüístico.1 Con ese término no sólo se aludía al lenguaje como objeto de interés filosófico, sino también a su papel como inevitable mediador de la adecuada comprensión de la vida intelectual de cada época. Pese a la diversidad de enfoques que caracterizaron ese giro, todos ellos venían a reconocer la interdependencia entre el contenido proposicional de un argumento político y los términos de su formulación lingüística. Algunos autores llegaron incluso a proponer la reformulación de la historiografía intelectual como un estudio de la interacción de los lenguajes y los actos de habla en el tiempo, lo que equivaldría de hecho a transformar la historia de las ideas en una historia del discurso político.

La noción elemental que late tras esta perspectiva es que para que un pensamiento pueda tener historia, necesariamente ha de expresarse de forma oral o escrita. Pero para que algo pueda ser dicho, escrito o impreso, debe existir asimismo un lenguaje en el cual hacerlo. El lenguaje, por tanto, condiciona aquello que pueda decirse, pero también es susceptible de ser modificado por lo dicho en él. Los actos de habla expresan las intenciones del hablante mediante palabras sedimentadas a través de manifestaciones realizadas anteriormente por otros hablantes cuyas identidades e intenciones han dejado de sernos claramente conocidas. El lenguaje se presenta así como una estructura institucionalizada que escapa a la voluntad exclusiva del hablante. Como advirtió John Pocock,

con el lenguaje tenemos que contentarnos con decir menos y, a la vez, más de lo que queremos: menos porque nuestro lenguaje nunca transmitirá de forma inmediata nuestro significado o realizará nuestros actos de poder; más porque siempre transmitirá mensajes y nos implicará en consecuencias distintas de las que buscábamos. Page 41 Es precisamente nuestra disposición a implicarnos en esas consecuencias inintencionadas, a comprometernos con lo que otros puedan hacer de nuestras palabras, intenciones y realizaciones, lo que hace posible la comunicación e incluso la acción (Pocock, 1984, p. 32).

La relevancia de este enfoque para el estudio de las ideas políticas reside en que no se limita, a la manera arcaica, al estudio de conceptos, sus fuentes y posibles influencias, sino al de los lenguajes políticos en que esos mismos conceptos fueron expresados, es decir, al estudio del lenguaje entendido como contexto, no sólo como texto. Lo que entendemos por "lenguajes políticos" no alude, por consiguiente, a las estructuras étnicamente diferenciadas del habla humana, sino a sublenguajes, "a las locuciones, la retórica, las formas de hablar sobre política, los juegos lingüísticos discernibles de los que cada cual puede contar con su propio vocabulario y reglas, precondiciones e implicaciones, tono y estilo" (Pocock, 1987, p. 21). El catálogo de estos lenguajes o registros políticos puede ser muy amplio, pero en cualquier caso sería preciso identificar al menos dos autores empleando un mismo lenguaje político para poder etiquetarlo como tal2 .

La flexibilidad de este término, así caracterizado, es sin duda enorme, ya que un mismo lenguaje puede dar cabida a una notable variedad de locuciones y giros retóricos aún conservando su unidad estructural. La tarea del historiador consistirá, pues, en aprender a reconocer estos lenguajes y estudiar las enunciaciones realizadas en los mismos, puesto que las rivalidades políticas no sólo se dirimen en las instituciones, sino también en el ámbito de las palabras. Cuando actores con distintas identidades colectivas coexisten en el mismo universo de discurso político, sus prácticas y repertorios de significados intentan abrirse paso, a empellones si es preciso, en su competencia por recabar la atención pública y obtener cuotas de legitimidad. Lenguajes políticos distintos coexistentes en el tiempo tienden, pues, a excluirse recíprocamente, si bien una exclusión total raramente ocurre, pues el discurso político es típicamente políglota. Page 42

En un trabajo de hace algunos años me referí a las principales familias de lenguajes políticos reconocibles en la modernidad (Colom, 1998, pp. 63-120). El liberalismo, el republicanismo, el conservadurismo o el marxismo podrían así entenderse como macrolenguajes políticos, cuyos términos han venido modificando su contenido semántico atendiendo a los contextos de acción en que han sido empleados. La reiteración de estos lenguajes en el tiempo demostraría, por un lado, la relativa inteligibilidad de sus términos a lo largo de la historia moderna. Por otro lado, las distintas prácticas políticas alumbradas por sus significados y la sistemática reinterpretación de sus presupuestos en cada periodo histórico, nos obligarían a relativizar la tesis que da por supuesta una transmisión temporalmente ininterrumpida y acumulativa de sus ideas. En este mismo sentido quise ver en la retórica contemporánea sobre la identidad, la cultura y la diferencia, la emergencia de un incipiente lenguaje del que se sirven en la actualidad los actores y movimientos sociales catalogados bajo el epígrafe de la política de la identidad. Este nuevo tipo de lenguaje político trataría de problematizar lo que en otros lenguajes más tradicionales -como el lenguaje de los derechos, de la virtud, de la costumbre o de la producción- quedaba solapado o se daba por supuesto: la identidad de la comunidad política.

El interés por la dimensión lingüística y narrativa de la política no se agota, sin embargo, en el estudio de los lenguajes en que ésta se expresa. Esa misma dimensión ofrece un vasto campo para considerar su relación con los dispositivos narrativos asociados a la génesis de identidades. De entre todo el repertorio posible, me centraré aquí en aquellos directamente involucrados en la construcción institucional de las identidades nacionales.

La génesis narrativa de identidades

La historia convencional de las ideas políticas suele presentar la ciudadanía como el núcleo del legado igualitario de la revolución francesa. La nacionalidad, por el contrario, aparece poco menos que como un lastre culturalista introducido por los románticos alemanes en el programa racionalista de la Ilustración. La ciudadanía permitía la participación política directa en una sociedad recién liberada de las mediaciones del estamento, la casta, el gremio o el parentesco. La pertenencia nacional aportaba un bien de índole distinta: arraigo y tradición frente al vértigo de la historia. Detrás de cada una de estas corrientes latía, sin embargo, una concepción distinta de la política y, en última instancia, del conocimiento humano. La concepción francesa hundía sus raíces en el contractualismo individualista e ilustrado del siglo XVIII. La alemana, en el organicismo romántico de la Restauración del XIX. El pensamiento conservador vio en el ser humano una criatura esencialmente constituida por las emociones, la fe y la Page 43 costumbre, incapaz de servirse de la razón para el refreno de sus apetitos. El progresismo de las luces, por el contrario, vislumbró un sujeto emancipado de la superstición, llamado a construir su futuro colectivo bajo el norte de la razón. El Estado, la sociedad y, en última instancia, la felicidad humana debían ser fruto del acuerdo general de intereses en el contrato social y del intercambio equitativo de bienes en el mercado.

Estas diferencias de talante político no sólo tenían una raíz geográfica, sino también una genealogía filosófica propia. Como es sabido, el programa idealista que arranca con Kant ubicó en el plano trascendental del conocimiento la solución a las críticas de Hume y del empirismo en general contra la noción de substancia. Sin embargo, una filosofía política asentada sobre principios gnoseológicos kantianos difícilmente se prestaba a algún tipo de emotivismo nacionalista. Es más, como ha recordado Ernest Gellner, "Kant veneró lo que de universal hay en el hombre, no lo específico, y ni que decir tiene que tampoco lo culturalmente específico. En tal filosofía no tiene cabida la mística de la cultura idiosincrática. De hecho, apenas la tiene la cultura en el sentido antropológico" (Gellner, 1988, p. 168). La situación cambia, sin embargo, desde el instante en que se introduce la dimensión temporal en el principio...

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