Biopolítica de la tortura: guantanamizar Irak - Núm. 8, Enero 2008 - Revista Opera - Libros y Revistas - VLEX 844581862

Biopolítica de la tortura: guantanamizar Irak

AutorBenjamin Ortega Guerra
CargoMiembro del Consejo Universitario de la Universidad Autónoma de Querétaro
Páginas7-56
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opEra,Nº8
Biopolítica de la tortura:
guantanamizar Irak
benjamín ortega guerra
*
*
Artículo recibido el 24 de enero de 2007. Aceptado el 6 de febrero de 2007. El autor es miembro del
Consejo Universitario de la Universidad Autónoma de Querétaro. Correo electrónico benorgue_morbus@
hotmail.com
1
Me veo obligado a aludir este título del f‌ilósofo francés Michel Foucault, de su obra: Historia de la
sexualidad, tomo I, “La voluntad de saber”, capítulo V, añadiéndole una categoría esencial para discutir
en este apartado, la nuda vida. Vinculándola con la biopolítica, categoría histórico-f‌ilosóf‌ica esencial en
su pensamiento. Consecutivamente examinar así la biopolítica de la tortura circunscrita en un espacio de
excepción, concepto fundamental de esta investigación. En especial, países-exclusión como Irak y Cuba, en
particular, las cárceles-suplicio situadas en Abu Ghraib y la bahía Guantánamo, a partir de la segunda invasión
a Irak, el 21 de marzo de 2003 por parte de los ejércitos norteamericano y británico principalmente.
DErECho DE muErtE y poDEr
sobrE la NuDa vIDa
1
Muchas veces el Leviatán que es el Estado,
el cual vocifera su poder soberano con un
lenguaje inefable, entre totalitarismo y
democracia, pues f‌inge ser un demagogo
que nos concede el honor de servirnos,
haciendo suyo el siguiente grito beligerante:
mi lenguaje es la sangre, pues otorgo la
vida. Tal vez debí ref‌lexionar, otorga la
muerte. Pero, ¿por qué no otorga la vida?
Porque no está contenida en su propia
naturaleza, aunque se le haya delegado
dicha función y porque se ha ideologizado
para sí y para sus ciudadanos, como dueño
absoluto, dentro de su cinismo tutelar al
regir nuestra vida, hasta que nosotros se lo
impidamos y le revoquemos ese derecho
natural y universal que nos pertenece por
la sencilla razón de vivir al amparo de una
existencia digna de seres humanos. De tal
suerte, deviene una pregunta sensible y
f‌ilosóf‌ica: ¿Hasta qué punto somos rectores
de nuestra vida y muerte? La cual genera
otra incógnita aún más controvertida de
responder: ¿Somos capaces de generar la
solidaridad suf‌iciente para evitar que el
poder totalitario del monstruo artif‌icial,
que es el Estado, nos engulla ante su
voracidad de exterminio y reducción de
la política del hombre?
Estas interrogantes se responderán en
otro momento. Por lo pronto, retomemos
el asunto de otorgar la muerte ya que
ésta es indispensable para el dominio
y supervivencia del soberano, como
también para sus ciudadanos: “El soberano
no ejerce su derecho sobre la vida sino
poniendo en acción su derecho de matar,
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o reteniéndolo; no indica su poder sobre
la vida sino en virtud de la muerte que
puede exigir. El derecho que se formula
o ‘de vida y muerte’ es en realidad el
derecho de hacer morir o de dejar vivir
(Foucault, 2002:164). Por lo tanto, si al
soberano le pertenecemos porque nos
engulle al ejercer y demostrar su poder
sobre nuestra vida, en esta ambivalencia
sobre el derecho de vida o muerte, es
en el cual emerge su poderío ante la
deteriorada existencia de seres vivientes
porque no está sujeto a concedernos la
vida, sólo la muerte está contenida en él
y para él. Michel Foucault delibera tal
soberanía beligerante: “¿Cómo puede un
poder ejercer en el acto de matar sus más
altas prerrogativas, si su papel mayor es
asegurar, reforzar, sostener, multiplicar la
vida y ponerla en orden? Para semejante
poder la ejecución capital es a la vez el
límite, el escándalo y la contradicción”
(Foucault, 2002: 166-167). Más adelante
disertaremos por qué en la actualidad la
ejecución capital ya no es su límite. Por
lo pronto, aquéllas prerrogativas sólo son
motivadas para el propio sostenimiento
del poder, no de la sociedad misma. En
relación con la presente investigación, el
tema de la tortura ejercida por la policía
militar norteamericana y mercenarios
de distintas nacionalidades, así como de
algunos soldados ingleses, se adecua con
vigencia al planteamiento del filósofo
francés, es decir, cómo el poder se permite
matar, si su obligación principal es la de
asegurar la vida misma, el simple hecho de
vivir (zoé)
2
. Esto se debe a que el citado
derecho de ‘hacer’ morir o de ‘dejar’
vivir, no son circunstancias antagónicas o
antitéticas al poder soberano, sino que se
corresponden, son concomitantes. Aunque
vale la pena resaltar que la coacción a la
muerte sustituye al derecho de vida.
En esta perspectiva, la tortura es un
ejemplo sui generis a estas circunstancias
de inclusión (muerte) y exclusión (vida),
oscilando de acuerdo con la voluntad
del poder soberano, estatal o, en su
singularidad, del verdugo que disecciona
e interroga al torturado en la dialéctica
del exterminio.
A partir de esto, qué signif‌icado tiene
el poder en la implicación dialéctica del dar
-dándose en la vida y la muerte-. Si
volvemos a Michel Foucault, aduciría
que: “… El poder era ante todo derecho
de captación: de las cosas, del tiempo, los
cuerpos y f‌inalmente la vida; culminaba
en el privilegio de apoderarse de ésta para
suprimirla” (Foucault, 2002: 164). Así es,
se arroga el derecho de suprimir la vida,
más no de concederla, porque ve inevitable
desarrollarse como omnipresencia en
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Se debe entender que el término griego zoé, es el simple hecho de vivir, común a todos los seres vivos:
animales, hombres e incluso dioses. La zoé se diferencia del término griego bíos, que es la manera de vivir
propia de un individuo o grupo. Para una mayor precisión a este respecto véase Giorgio Agamben, Homo
Sacer. El poder soberano y la nuda vida. I, Pre-Textos, 1ª reimpresión, Valencia, 2003, pp. 9-23.
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opEra,Nº8
cualquier actividad humana, por eso su
poder es soberano. Si entre sus prerrogativas
de exterminio se podría situar a la tortura,
esto nos demostraría que el derecho
de captación infame al adjudicarse el
poder para penetrar en la vida, da como
consecuencia que llegue a arrojarla al
margen de la muerte.
Sangre, carne y acero, como también
la fruición, conforman la naturaleza del
verdugo, el cual orilla a la vida hasta su
agonía, pues ésta se encuentra en el umbral
del bostezo de la muerte. La tortura se
encuentra en la antesala del deceso, por
consiguiente, el motivo de esta ref‌lexión
se justif‌ica a través de la historiología de
la infamia, es decir, cuál sería el lugar que
ocuparía la tortura, sin perder vigencia
en el siguiente rango de las ordalías:
“Se le clasif‌ica entre las penas; y es una
pena tan grave que, en la jerarquía de los
castigos, la Ordenanza de 1670 la inscribe
inmediatamente [antes]
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de la muerte”
(Foucault, 2000: 47). Inmediatamente
antes de la muerte, así, casi al instante, es
la transición que el inquisidor apresura en
vindicar al poder soberano.
Pero regresemos al poder de muerte,
antes de explicar el tema que nos interesa,
que es la tortura como biopolítica. Por
cierto, el poder en la tortura oscila entre
la vida y la muerte, pero induce a esta
misma y la procura administrando y
organizando la apropiación de la vida,
3
El texto originalmente dice después de la muerte. Esto implica una doble inferencia para la experiencia
post mortem de la tortura como una prolongación del tormento, ya que después de ser quebrantado el cuerpo
del supliciado, aquél no concluye en el patíbulo o la picota, sino que la agonía debe acelerarse y violentarse
para exacerbar el gozo o el temor del pueblo como espectador y posible víctima del poder soberano. Lo
anterior, se ref‌iere a la tortura clásica como primera inferencia. Por ejemplo, un supliciado después de
quemarlo vivo, le esparcían sus cenizas o se le decapitaba y cercenaban sus miembros superiores e inferiores,
depositando posteriormente la cabeza donde perpetró el delito. Lo expuesto no intenta ser un complemento
a la argumentación de Foucault, pues sólo está retomando la posición de la tortura en la jerarquía de los
castigos de la Ordenanza de 1670 con la f‌inalidad de resaltar el grado de experiencia límite que tuvieron los
tormentos en aquella época. Ahora bien, la otra inferencia se traslada a la actualidad para reconocer cómo
persiste la tortura posterior al asesinato, como caso particular, sobresale lo sucedido en Abu Ghraib: Los
especialistas de la policía militar, Charles A. Graner y Sabrina Hartman posaron cínicos y gozosos ante el
cadáver de Al-Jumaily envuelto en celofán y rodeado por bolsas de hielo con la f‌inalidad de “conservarlo
para la foto”, después de ser torturado y asesinado a golpes, ocasionándole una contusión y hemorragia
cerebral, las causas médicas de su homicidio. De esta manera, se conf‌irma y analiza cómo la tortura persiste
aún después del crimen y la eliminación. Nuevamente se destaca el poderío agazapado sobre la vida para
aniquilarla sin cometer homicidio. Por lo tanto, el supliciado se vuelve homo sacer y su verdugo no es culpable
de la “vida” que debe ser exterminada. Porque individuos como el supliciado; el terrorista; los combatientes
enemigos, el loco, el homosexual, la prostituta, el indigente;, el campesino ecologista, el activista político, el
socialista, el estudiante pobre, el niño que es abusado sexualmente, la mujer joven y morena, empleada de
una maquiladora que la explota física, económica, psicológica y, sobre todo, sexualmente, cercados por la
lógica del poder totalitario en complicidad con los individuos dedicados al crimen organizado, deberían ser
eliminados sin la menor inmutación, impunidad y, en ciertos casos, con el más pervertido goce. En la lógica
de las complicidades son realidades que bien motivan los gobiernos que dicen ser democráticos, pero tienen
más parecido al fascismo. Su empresa es adueñarse de la vida para exterminarla: inclusión y exclusión.

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