El poder constituyente como institución que juridifica el proceso político constituyente colombiano en 1990 - Núm. 17, Julio 2013 - Ratio Juris - Libros y Revistas - VLEX 508888326

El poder constituyente como institución que juridifica el proceso político constituyente colombiano en 1990

AutorJohn Fernando Restrepo Tamayo
CargoProfesional en Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia
Páginas47-69

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Introducción

Un Estado de derecho reivindica con mayor vehemencia la legalidad sobre la legitimidad. De hecho tiene la ilusión de hacer coincidir la legitimidad con la legalidad1. Pero es evidente que son dos instituciones distintas, y en muchos casos, contradictorias. La legalidad tiene su nicho en el positivismo liberal clásico2. Un acto jurídico es válido cuando tiene respaldo en la norma. Ella consagra de manera expresa y formal qué está permitido y qué está prohibido. Los operadores jurídicos saben que en la norma están contenidos sus límites. Todo lo que se haga por fuera de la norma acarrea una vía de hecho.

En su sentido más liberal, la legalidad es una garantía de protección del individuo frente al poder exorbitante que ostenta el Estado, por eso debe velarse por mantener su integridad. Los liberales morales3sospechan de la legitimidad porque en ella puede contenerse un interés mayoritario, amañado y peligroso, frente al interés individual. Consideran la legitimidad como una expresión más emotiva que racional. En su sentir, la razón solo puede encontrarse en las formas jurídicas debidamente establecidas. La rigidez de la norma traza unas reglas de juego claras, públicas, expresas, de dominio público, que obliga a todos por igual. El deber del Estado es asegurar que tales formas no sean transgredidas.

Bajo este marco de interpretación, con el cual nos educaron para comprender el derecho, quedaba claro que una reforma constitucional solo podía tener su origen en el Congreso, según se había fijado en el plebiscito de 1957, esto es, se anclaba a un acto legislativo.

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En el sentido liberal-legalista toda iniciativa de reforma es declarada ilegal, transgresora de lo jurídicamente establecido y, por ende. inconstitucional. Esa suerte corrieron los proyectos de reforma constitucional4 de Alfonso López Michelsen y Julio César Turbay Ayala. El deber del Estado es someterse al derecho que él mismo crea. El respeto por las decisiones democráticas exige compromisos poco populares pero garantes de lo debidamente acordado atrás. Todo este sector normativo y iusfilosófico fue el que desestimó los proyectos anteriores de reforma a la Constitución que tuvieron su curso a lo largo de 1990. El pueblo soberano había dado sus propias reglas y ellas debían mantenerse. Pero puede ocurrir que la legitimidad resulte favorecida en tanto manifestación del poder constituyente primario5. Todo ordenamiento jurídico tiene una válvula de escape llamada poder constituyente. Es un instrumento a través del cual se institucionaliza la rebelión porque justifica que el orden jurídico se instale por fuera de sus procedimientos previamente determinados. El sentido fundacional del orden jurídico escapa a cualquier normatividad o regulación racional previa. Todo orden jurídico tiene pretensiones de validez universal y por ello se concibe exigible y legítimo. Pero advierte que puede ocurrir una resistencia a su deber de obediencia. Advierte que puede haber un poder popular que quiera salirse del cauce y pretenda establecer otro orden normativo, que cuenta con un respaldo popular mayoritario. De hecho, experiencias histórico-políticas tan notables como la instalación del modelo parlamentario inglés, la fundación

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de los Estados Unidos, la primera República francesa, los procesos de independencia de África y América Latina han tenido su nicho en un evento revolucionario y contra-institucional, que al momento de hacerse al poder, revierte la vía de hecho y se declara la expresión popular más genuina y más nítida posible para decorar la victoria. Bajo la óptica del poder constituyente se reivindica todo proyecto revolucionario victorioso.

Este texto tiene por objeto mostrar de qué manera la Corte Suprema de Justicia justifica, bajo la figura del poder constituyente, la posibilidad de reconocer que el levantamiento social jalonado por el movimiento estudiantil que promovió la séptima papeleta, resulta no solo necesario y legítimo, sino ajustado al derecho que tiene todo poder soberano de decidir cuándo quiere darse su propia Constitución, al margen inclusive de las reglas de juego y de los procedimientos contenidos en la Constitución de 1886, próxima a derogarse.

1. Contextualización

Colombia se devoró a sí misma en una década, la del ochenta. Toda la parsimonia política del electorado y la constante inestabilidad de los partidos políticos tradicionales había generado un clima previsible de desgaste en materia política. Los grupos alzados en armas, que prometieron una nueva sociedad en los años sesenta y setenta, cuando tomaron las botas, los fusiles y se fueron al monte, parecían haber perdido el aliento. El incipiente desarrollo del narcotráfico ya les coqueteaba con fuerza. La clase política estaba conforme con sus conquistas sociales y con sus prerrogativas económicas. Los medios de comunicación poco o nada tenían qué decir. Se citaban a sí mismos de forma complaciente. El pulso ideológico era acaso imperceptible. Ni los excesos, ni los abusos del Frente Nacional6generaban ampolla.

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La clase obrera estaba demasiado ocupada en la planta. Los estudiantes atendían sus clases y preparaban sus exámenes. Las universidades públicas tenían chispazos de inconformidad, que no pasaban de ser simples eventos emotivos, aislados o excusas oportunistas para postergar el período de exámenes finales.

El ruido generado a finales de la década del cuarenta, tras el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán7, parecía ser un adorno de la historia de Colombia que quedaba sólo en la retina de algunos militantes políticos del barrio La Perseverancia, en el centro de Bogotá, y en uno que otro libro escolar de historia en el que no se dejaba escapar la oportunidad para resaltar la calidad de comunista, que recibió un castigo divino directo. Pues, al parecer, no hubo responsables humanos a quienes imputar el crimen.

La década del ochenta es especial en términos políticos porque se sucede en desbandada una guerra sin cuartel. Una guerra contra el Gobierno que usa a la población civil como carne de cañón; una guerra que intimida a los más valientes; una guerra de guerrillas y otra contra la clase política que destierra en un solo suspiro la idea de que exista alguna salida.

Entre 1985 y 1989 el ruido de los cañones se hizo sentir como pocas veces. Cuando las aspiraciones del narcotráfico se vieron amenazadas, éste emprendió contra la institucionalidad, la clase política y la sociedad en general de una manera infame, indolente y miserable. Entre sus víctimas se encuentran: Rodrigo Lara Bonilla (Ministro de Justicia, asesinado el 30 de abril de 1984); Tulio Manuel Castro Gil (Juez de la República que conocía de un proceso penal contra Pablo Escobar, asesinado el 23 de julio de 1985); magistrados de la Corte Suprema de Justicia, centenares de muertos civiles y desaparecidos en la toma al Palacio de Justicia (noviembre 6 al 9 de 1985); Jaime Ramírez Gómez (Coronel de la Policía que comandó los operativos que llevó a la fuerza pública hasta Tranquilandia, asesinado el 17 de noviembre de 1986); Guillermo Cano Isaza (Director de El Espectador, asesinado el 17 de diciembre de 1986); Pedro Luis Valencia (Representante a

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la Cámara del partido Unión Patriótica, asesinado el 11 de agosto de 1987); Héctor Abad Gómez (Defensor de los derechos humanos, asesinado el 25 de agosto de 1987); Jaime Pardo Leal (Dirigente Político de la Unión Patriótica, asesinado el 11 de octubre de 1987); Carlos Mauro Hoyos (Procurador General de la Nación, asesinado el 25 de enero de 1988); Carlos Ernesto Valencia García (Magistrado, asesinado el 16 de marzo de 1989); Pastor Niño Villamizar (Representante a la Cámara, secuestrado por el ELN el 14 de abril de 1989); Noticiero Mundo Visión (Sede dinamitada el 16 de mayo de 1989); Antonio Roldán Betancur (Gobernador de Antioquia, asesinado el 28 de julio de 1989); Valdemar Franklin Quintero (Comandante de la Policía de Antioquia, asesinado el 18 de agosto de 1989); Luis Carlos Galán (Dirigente político y candidato presidencial, asesinado el 18 de agosto de 1989); Hotel Hilton Cartagena (ataque contra sus instalaciones el 25 de septiembre de 1989); Jorge Enrique Pulido (Periodista asesinado el 9 de noviembre de 1989); Avianca (atentado contra uno de sus vuelos, en el que mueren más de 100 personas, el día 27 de noviembre de 1989); Miguel Maza Márquez (Ex director del DAS, resulta ileso de varias agresiones en su contra, en las que se emplean más de 600 kilos de dinamita, mueren más de 70 personas y quedan más de 600 heridos. Estos ataques tuvieron lugar el 30 de mayo y el 6 de diciembre de 1989); Bernardo Jaramillo Ossa (Dirigente político de la Unión Patriótica, asesinado el 22 de marzo de 1990); Carlos Pizarro Leongómez (máximo dirigente del M-19, asesinado el 26 de abril de 1990).

Esta lista inacabada de masacres, secuestros, intimidaciones y atentados con carro bomba tuvo a la población al borde de un colapso nervioso. La ofen-siva terrorista de los carteles del narcotráfico tuvo en la mira a otros dirigentes políticos, miembros de la fuerza pública, periodistas, sindicalistas, comerciantes y civiles como instrumento de guerra para generar más presión. El país no toleraba una explosión más. El alto Gobierno y el Congreso parecían quedarse sin instrumentos políticos o jurídicos para responder a las demandas de los narcotraficantes. La población civil quedaba en medio, atada de pies y manos.

En esta guerra sin cuartel, los narcotraficantes estaban dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de asegurar sus intereses, su reconocimiento como interlocutores políticos, y de frenar los avances jurídicos en materia de extradición. La fuerza pública no podía seguirles el...

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