De los delitos y de las penas - Traducción de Juan Antonio de las Casas de 1774 - De los delitos y de las penas - Libros y Revistas - VLEX 474251086

De los delitos y de las penas

AutorCésar Beccaria
Páginas207-323
AL LECTOR
A
LGUNOS
restos de la legislación de un antiguo pue-
blo conquistador, compilada por orden de un
príncipe que reinaba hace doce siglos en Constanti-
nopla, envueltos en el fárrago voluminoso de libros
preparados por obscuros intérpretes sin carácter ofi-
cial, componen la tradición de opiniones que una
gran parte de Europa honra todavía con el nombre de
Leyes; y es cosa tan funesta como general en nues-
tros días, que una opinión de Carpzovio, una antigua
costumbre referida por Claro, un tormento ideado con
iracunda complacencia por Farinaccio, sean las leyes
a que con obediencia segura obedezcan aquellos que
deberían temblar al disponer de las vidas y hacien-
das de los hombres. Estas leyes, reliquias de los si-
glos más bárbaros, vamos a examinarlas en este libro
en aquélla de sus partes que se refiere al derecho cri-
minal; y los desórdenes de las mismas osaremos expo-
nérselos a los directores de la felicidad pública con
un estilo que deje al vulgo no ilustrado e impaciente
la ingenua indagación de la verdad. La independencia
de las opiniones vulgares con que está escrita esta
obra se debe al blando e ilustrado gobierno bajo el
que vive el autor de ella.
Los grandes monarcas, los bienhechores de la hu-
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manidad que nos rigen, gustan de las verdades ex-
puestas por cualquier filósofo obscuro con un vigor
desprovisto de fanatismo, propio sólo del que se atie-
ne a la fuerza o a la industria, pero rechazado por la
razón; y para el que examine bien las cosas en todas
sus circunstancias, el desorden actual es sátira y re-
proche propios de las edades pasadas, pero no de
este siglo, con sus legisladores.
Quien quiera honrarme con su crítica debe comen-
zar, por consiguiente, ante todo, por comprender bien
la finalidad a que va dirigida esta obra; finalidad que,
bien lejos de disminuir la autoridad legítima, serviría
para aumentarla, si la opinión puede en los hombres
más que la fuerza y si la dulzura y la humanidad la
justifican a los ojos de todos. Las mal entendidas críti-
cas publicadas contra este libro se fundan sobre con-
fusas nociones de su contenido, obligándome a inte-
rrumpir por un momento mis razonamientos ante sus
ilustrados lectores para cerrar de una vez para siem-
pre todo acceso a los errores de un tímido celo o a
las calumnias de la maliciosa envidia.
Son tres las fuentes de que manan los principios
morales y políticos que rigen a los hombres: la reve-
lación, la ley natural y los convencionalismos ficticios
de la sociedad. No hay comparación entre la primera
y las otras dos fuentes, cuanto al fin principal de ella;
pero se asemejan en que las tres conducen a la feli-
cidad en esta vida mortal. Considerar las relaciones
de la última de las tres clases no significa excluir las de
las dos clases primeras; antes bien, así como hasta las
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más divinas e inmutables, por culpa de los hombres, de
las falsas religiones y las arbitrarias nociones de deli-
cia y de virtud, fueron alteradas de mil modos distin-
tos en sus depravadas mentalidades, así también pa-
rece necesario examinar separadamente de cualquier
otra consideración lo que pueda nacer de las meras
comprensiones humanas, expresas o supuestas por
necesidad y utilidad común; idea en que necesaria-
mente debe convenir toda secta y todo sistema de
moral; así es que siempre será una empresa laudable
la que impulsa hasta a los más obstinados e incrédu-
los sujetos a conformarse con los principios que im-
pulsan a los hombres a vivir en sociedad. Tenemos,
por consiguiente, tres clases distintas de virtudes y de
vicios: religiosas, naturales y políticas. Estas tres cla-
ses nunca deben contradecirse; pero no todas las
consecuencias y deberes que resultan de una de ellas
derivan de las demás. No todo lo que exige la revela-
ción lo exige la ley natural; ni todo lo que exige la
ley natural lo exige la mera ley social; pero es impor-
tantísimo separar lo que resulta de los convencio-
nalismos expresos o de los pactos tácitos de los hom-
bres, pues tal es el límite de la fuerza que puede
ejercerse legítimamente de hombre a hombre, a no
mediar una misión especial del Ser Supremo. Por tan-
to, la idea de la virtud política puede llamarse sin
tacha variable, en tanto que la de la virtud natural
sería siempre límpida y manifiesta si no la obscure-
ciesen la imbecilidad o las pasiones de los hombres,
y la de la virtud religiosa será siempre pura y constan-
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