Una relación especial: Privatización de la seguridad, élites vulnerables y sistema político (1982-2002) - Núm. 14-1, Enero 2012 - Estudios Socio-Jurídicos - Libros y Revistas - VLEX 478180162

Una relación especial: Privatización de la seguridad, élites vulnerables y sistema político (1982-2002)

AutorFrancisco Gutiérrez Sanín
CargoDoctor en Ciencia Política de la Universidad de Varsovia (Polonia)
Páginas97-134

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Introducción

En las dos décadas comprendidas entre 1982 y 2002 -el período de existencia formal de los grupos paramilitares en Colombia-, fueron desplazados cientos de miles de campesinos, y fueron asesinadas decenas de miles de ciudadanos. Aunque es difícil hacer una atribución específica de cuántas de esas víctimas fueron causadas por la barbarie paramilitar,1 una estimación muy conservadora no bajaría de cincuenta mil: es decir, muchísimas más que las causadas por las dictaduras terroristas del Cono Sur del continente.

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Ahora bien, aparte del horror que el dato causa, pone sobre el tapete una pregunta compleja. Por qué esta sangría, que, de acuerdo con numerosos autores y evidencias, contó con amplia complicidad estatal (ver, por ejemplo, Reyes, 1991), ocurrió en el contexto de una democracia. Más aún: de una democracia que se abría de manera bastante sustantiva gracias al proceso que culminó en la Constitución de 1991 (Quinche, 2009).

¿Cómo se puede explicar que una democracia haya podido abrigar un fenómeno homicida tan continuado, persistente, público y de tan vastas proporciones? ¿Y qué clase de democracia es esa? ¿Por qué una democracia puede resultar tan brutal y rotundamente homicida? ¿Y por qué las fuerzas interesadas en una deriva represiva apostaron a una modalidad privada, en lugar de escalar los instrumentos punitivos del Estado, o de promover grupos privados estrictamente dependientes de las agencias de seguridad, como en otras partes de América Latina?

Este artículo pretende responder a estas preguntas cruciales, basándose en la experiencia de las autodefensas en el período 1982-2002. Naturalmente, ellas (las preguntas) han sido objeto de atención tanto en el debate académico como en el político. En uno y otro se han planteado sendas respuestas que, de sostenerse, quitarían a las preguntas su carácter anómalo.

De acuerdo con la primera, Colombia simplemente no es una democracia: es un régimen terrorista, que acaba con la oposición para mantener un sistema de exclusiones desde arriba. Parte sustancial de la evidencia en la que se apoya esta argumentación es precisamente la violencia paramilitar, así como el exterminio de la Unión Patriótica (Raphael, 2010). Por desgracia, esta interpretación tan rectilínea hace agua por todas partes. Pues mientras se desarrollaba la historia de horror paramilitar, la democracia colombiana -que ya antes de 1991 no podía calificarse como puramente cosmética (Gutiérrez, 2007; Vanegas, 2008)- experimentaba una apertura sustancial.

A través de la Constitución de 1991, hubo una ampliación notable de las libertades públicas, restricciones reales a la declaratoria de estados de excepción por parte del ejecutivo y al juzgamiento de civiles por parte de militares, y un reforzamiento de los mecanismos de control y de la independencia del aparato de justicia, que evidentemente han tenido un efecto decisivo en la trayectoria política del país en los últimos lustros. No hablemos ya de la persistencia de múltiples modalidades reales de competencia política, etcétera.

Raphael igualmente ignora por completo que Colombia está en medio de un conflicto armado. En los países en conflicto, los Estados son mucho más violentos y represivos (para una perspectiva comparada, ver Krain, 1998). En particular, sabemos que los repertorios de violencia de los actores del conflicto coevolucionan (Wood, 2003). Al abstraerse totalmente de este factor decisivo, Raphael es incapaz de introducir a su argumentación la creación de coaliciones

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antisubversivas regionales y locales. Para Raphael, todas las élites, a todas horas, fueron violentas. Ahora bien, esto es simplemente insostenible. Si hay algo que caracteriza al conflicto colombiano es su enorme varianza regional y longitudinal (ver, por ejemplo, Gutiérrez, 2004; Echandía, 1997, 1999, 2003).

Conforme con la segunda -a la que en adelante me referiré como la tesis de la democracia acorralada-, las instituciones colombianas han sido una víctima más de la violencia paramilitar. Es decir, han sufrido la penetración y agresión del paramilitarismo, así como de otros fenómenos violentos, pero no han tenido una relación de colusión o de connivencia con ellos (o al menos, no mayor que la que han tenido con el narcotráfico, la guerrilla y otros fenómenos ilegales).

De manera un poco sorprendente, dicha interpretación no ha merecido hasta ahora ningún escrutinio sistemático. Y es una lástima, porque, aparte de constituir el núcleo duro de la interpretación oficial del fenómeno paramilitar -atribuyendo la connivencia con este a "manzanas podridas" o "casos aislados", una perspectiva que han sostenido sin excepción los gobiernos y los estamentos de seguridad en los últimos treinta años- y de encontrar amplia representación en los medios, es lo suficientemente importante e interesante como para merecer una consideración seria.

Hay aun una tercera línea de lectura del fenómeno paramilitar, que podría llamarse "localista". Aquí, la explicación básica del paramilitarismo consiste en la insurgencia de élites locales y regionales contra procesos de paz impulsados desde arriba (Romero, 2002), o contra la regulación estatal (González Fernán, 2002). Trabajos como los de Valencia (2007), López (2010) y otros han mostrado ampliamente la importancia de la "conexión local" para entender la naturaleza, el vigor y la persistencia del fenómeno para-militar en Colombia, apoyándose, por ejemplo, en las nociones de Gibson sobre la conformación de autoritarismos subnacionales.2 Muchas de estas reflexiones son de alta calidad, y creo que las ideas contenidas en ellas son a la vez importantes y correctas.3

Con todo, he terminado por convencerme de que al paradigma localista le falta un eslabón perdido. Si se identificó de manera razonablemente clara el papel de las configuraciones periféricas en el desarrollo del paramilitarismo, ¿cuál fue el del centro? Rechazamos, con toda la razón, las versiones estridentes pero empíricamente insostenibles al estilo de Raphael (2010): el centro del Estado y el sistema político, los tomadores de decisiones en el nivel central, no fueron titiriteros del paramilitarismo. Pero ¿es creíble que la relación haya

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sido simplemente nula? Me parece que no. Aunque no ha aparecido, y probablemente no haya, una "prueba reina" que establezca una línea de mando en términos de, por ejemplo, apoyar explícitamente al paramilitarismo, hay una cantidad bastante notable de ejemplos institucionales de habilitación del fenómeno paramilitar desde arriba (en este artículo me detendré en uno de ellos). Adicionalmente, en términos teóricos, simplemente no es creíble que un fenómeno de la magnitud y persistencia del paramilitarismo pueda tener lugar sin alguna relación especial con el "centro" del sistema (entendiendo por esta expresión simplemente los tomadores de decisiones al nivel central, tanto en el Estado como en el sistema político).

En un texto que desgraciadamente ha pasado relativamente desapercibido, Mann (1988) enfatiza que el Estado es un conjunto anidado de organizaciones pero con "sistema nervioso", es decir, dotado de relaciones jerárquicas y rutinas relacionales que permiten llevar -aunque de manera imperfecta, con distorsiones en cada eslabón- programas, ideas y formas de proceder desde el centro a la periferia.4 El paramilitarismo no pudo ocurrir "al lado" o "por debajo del Estado", simplemente porque era una expresión de fuerzas y diseños institucionales que expresaban lo que el Estado era.5

Al tenor de esa reflexión, plantearé aquí dos ideas simples, que podrían permitir ir avanzando en la comprensión de la relación del "centro" con el fenómeno paramilitar:

  1. La tesis de la democracia acorralada es aplastante, abrumadoramente inverosímil, tanto como afirmar que se lanzó una moneda veinte veces al aire y siempre cayó de canto. A la vista de la evidencia de la que disponemos, ni el más candoroso de los interlocutores podría tomarse en serio esa tesis. En el período considerado, hubo una fuerte "relación especial" entre el Estado y el paramilitarismo, que hace de este un fenómeno único entre los factores de ilegalidad en el país. Significativamente, en este terreno prácticamente no hay varianza (ni regional ni longitudinal).

  2. En el desarrollo de esa relación especial, aparte de la estrategia antisubversiva de la fuerza pública, jugaron un papel notable dos factores convergentes. Por una parte, la presión de élites vulnerables por la privatización de la seguridad. Por otra, la naturaleza del centro político colombiano y su forma de tratar y agregar los intereses. El introducir posiciones e intereses diferenciales de coaliciones en distintos momentos del análisis me permite

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capturar -así sea de manera preliminar- la coevolución de los repertorios de violencia en el conflicto colombiano.

Antes de comenzar, procedo a dos aclaraciones necesarias. La primera es qué entiendo por élite vulnerable. Me estoy refiriendo a élites socioeconómicas, que por razones específicas perciben que están expuestas en su vida y en su propiedad, y que tienen la percepción de que cuentan con barreras altas para usar la fuerza del Estado de manera consistente para su protección. Esas élites tienen las siguientes características:

1) Pobres incentivos para promover la acción colectiva en el terreno de la seguridad que genere los resultados esperados.

2) Por su condición misma de vulnerabilidad, situación especial (de cliente) de las políticas públicas.

3) Radicalización y proclividad hacia...

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