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Una evaluación del impacto de los acuerdos de paz: continuidad y cambios en los patrones de violencia

AutorCarlo Nasi
Páginas83-130
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Introducción
Luego de haber examinado la dinámica que resulta de la
interacción entre insurgencia y contrainsurgencia, analizaré
a continuación el impacto de los acuerdos negociados en los
distintos casos. Este capítulo estudia desde una perspectiva
comparada la magnitud y los patrones de violencia que se
observan antes y después de la firma de los acuerdos de paz.
Hay cifras parciales sobre la violencia durante la guerra
y posguerra en los países centroamericanos, lo que dificulta
evaluar los efectos de los acuerdos de paz. La información
sobre Colombia es más compl eta, pero en este caso no se
puede hablar de un período de posguerra propiamente di-
cho: los acuerdos de paz de comienzos de los noventa fueron
parciales, y la guerra continuó con las farc y el eln. De ahí
que Colombia no se pueda utilizar como caso para evaluar el
impacto de los acuerdos de paz sobre los patrones de violencia.
A pesar de estas limitaciones, los datos recopilados ayudan
a entender algunas tendencias importantes como resultado
de los acuerdos de paz. En un esfuerzo por compensar las
carencias anteriormente señaladas, este capítulo incorpora el
caso de Perú para ilustrar mejor la dinámica de violencia en
las guerras de guerrillas recientes.
Estados, violencia y orden social
Tanto las fuerzas militares como las organizaciones guerri-
lleras pueden ser consideradas organizaciones con experticia
y recursos para el ejercicio de la violencia, o, como diría Tilly,
especialistas de la coerción (Tilly 2003: 103-104). Comparar la
violencia cometida por los cuerpos de seguridad del Estado
con la violencia guerrillera puede resultar incómodo para al-
gunos. En efecto, ¿cómo pueden ponerse en el mismo nivel la
violencia delincuencial ejercida por algunos grupos armados
al margen de la ley y la violencia estatal, que se justifica en
pos de defender la democracia y el orden legal vigente? A falta
de un elemento coercitivo por medio del cual el Estado san-
cione las transgresiones a la ley, ¿de qué otra forma se puede
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c ar lo n as i
garantizar la existencia de un orden social y –en últimas– de
la vida civilizada?
Las anteriores preguntas asumen que existe una diferencia
entre tipos “legítimos” e “ilegítimos” de violencia. Los prime-
ros corresponderían a los actos coercitivos cometidos por los
Estados, mientras que los segundos, a las acciones de grupos
al margen de la ley, sean estos guerrillas, paramilitares u orga-
nizaciones criminales. La violencia estatal tendría justificación
al estar dirigida a la defensa de un bien colectivo (mantener el
orden público, brindar seguridad), mientras que la violencia
de otros grupos tendría un carácter privado y condenable,
al estar orientada a la obtención de beneficios particulares y
contrarios al bien común.
Esta perspectiva contiene elementos válidos, pero descono-
ce el lado oscuro de la génesis y evolución de los Estados. No
me refiero a la tradición marxista y su visión eminentemente
negativa de los Estados, como entes que buscan, mediante la
coerción, reproducir un sistema económico injusto y explota-
dor: el capitalismo. Hago alusión, en cambio, a una tradición
principalmente liberal y anglosajona.
Durante el siglo xvii, Hobbes fue de los primeros en apoyar
la noción de un Estado soberano (o Leviatán) como solución
a la guerra civil. Para Hobbes, salir del “estado de naturaleza”
(es decir, de g uerra de todos con tra todos) requería de la
constitución de un poder soberano capaz de restringir a los
individuos en sus pasiones y lucha constante por el poder. El
Estado aparece aquí con poder absoluto y como producto de
una suerte de contrato social, tradición que habría de seguir,
entre otros, Rousseau.
La propuesta de Hobbes, sin embargo, abría la puerta a que
se cometiera toda suerte de abusos de poder. En efecto, si se
otorgaba un poder ilimitado al Leviatán, éste podía utilizarlo
arbitrariamente y en perjuicio de sus súbditos. De ahí que
distintos filósofos y pensadores liberales como Locke, Kant,
Montesquieu, Hamilton y Madison, entre otros, desarrollaran
argumentos en favor de limitar los poderes del Estado (una
revisión sucinta de esto se encuentra en Paris 2006: 427-431;
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Capítulo 2
para un tratamiento más extenso, véase Manent 1994). Lo
que se debe destacar aquí es que, desde el siglo xvii, distintos
autores plantearon el riesgo de que, a falta de controles a su
poder, el Estado se convirtiera en un agente contrario al bien
común y en una fuente de inseguridad para los ciudadanos.
Estudios históricos recientes se apartan de la noción con-
tractualista del Estado para enfatizar la dimensión de la guerra.
Tilly (1985 y 1990) se refirió a la interdependencia entre guerra
y construcción de Estados. Según Tilly, los Estados europeos
fueron una creación de los grupos sociales dedicados al oficio
de la guerra, y además la evolución de las prácticas de guerra
determinó la estructura misma de los Estados.
Lo relevante pa ra el presente arg umento tiene que ve r
con la identidad de los perpetradores de actos violentos y el
problema de la legitimidad. Como lo anota Tilly, en Europa,
inicialmente, muchos individuos y grupos compartían el de-
recho al uso de la violencia, incluidos reyes, bandidos, piratas
y magnates regionales (Tilly 19 85: 173). En ese entonces, no
había una clara línea divisoria entre la violencia “legítima” e
“ilegítima”, es decir, entre la violencia cometida por los mo-
narcas (constructores de Estados) y por los ot ros. De hecho,
era común que los reyes y señores se valieran de los piratas y
bandidos para atacar a sus enemigos, y los soldados al servicio
del monarca saqueaban a la población civil como forma de
obtener un botín de guerra (Tilly 1985: 173).
De manera similar, Thomson ( 1994: 19) documenta que
entre los siglos xiii y xix la violencia era una mercancía dis-
ponible en el mercado internacional. Durante esos siglos, los
gobernantes europeos tejieron toda suerte de relaciones con
ejércitos mercenarios, piratas, buc aneros, corsarios y com-
pañías mercantiles, dando su sello de aprobación a distintas
formas de violencia no estatal. De ahí que fuese prácticamente
imposible establecer distinciones entre la violencia estatal y la
no estatal, y entre autoridades estatales y no estatales (Thom-
son 1994: 21).
Los nacientes Estados se valían de grupos armados “priva-
dos” para llevar a cabo guerras, conquistas y depredaciones.

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