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El rol del juez en el sistema procesal de la democracia republicana

AutorGabriel Hernández Villarreal
Páginas77-111

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Gabriel Hernández Villarreal*

Universidad del Rosario (Colombia)

Exordio

Dentro de las múltiples dificultades a las que se enfrenta a diario el derecho, hay dos que resultan de particular relevancia para los efectos a los que se contrae este trabajo, a saber: de un lado, determinar si él es una ciencia y, del otro, tener que lidiar con el hecho de que, en caso de que así sea, el derecho tendría entonces la connotación de ciencia social y, por ende, sus postulados —en especial los referidos a la verdad y la justicia— no adquirirían el carácter de irrebatibles o incontestables, sino que habría que situarlos en el terreno de lo meramente opinable.

En lo que concierne al primer aspecto, uno de las juristas que controvierte la cientificidad del derecho es el procurador prusiano Von Kirchmann, quien en una célebre conferencia pronunciada en 1847 niega la posibilidad de atribuirle esa condición epistemológica a este campo del conocimiento, con el argumento de que mientras las ciencias se rigen por unas leyes inmutables, en el derecho las normas positivas no son más que el resultado del puro arbi-trio, al punto de que solo bastan “tres palabras rectificadoras del legislador y bibliotecas enteras se convierten en papeles inútiles”1.

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En esa misma línea crítica, encontramos al antropólogo Claude Lévi-Strauss, para quien el saber de los juristas no puede pretender adscribirse al de los científicos debido a la artificialidad, el convencionalismo y la frecuente discrecionalidad con que se produce la elaboración normativa; que, contrario a lo que sucede con las ciencias exactas y naturales —en las que el conocimiento sí es siempre explicativo y predictivo—, o no explican nunca (o lo hacen muy rara vez), y cuando intentan prever lo hacen con una seguridad muy limitada2.

Por otro lado y, circunscritos a la segunda dificultad antes anunciada, es decir, a la de que aun si se acepta que el derecho sí es una ciencia, al ser esta humana y social sus planteamientos no pueden estar construidos sobre discursos apodícticos o demostrativos en los que, como explicaba Aristóteles en su concepción de la retórica, a partir de proposiciones verdaderas se reflexiona y arriba a la verdad, sino que se hallan cimentados en discursos dialécticos o tópicos, los cuales se desarrollan alrededor de proposiciones probadas o verosímiles, que constituyen el espacio de lo opinable y en donde el filósofo estagirita ubica al discurso jurídico.

En ese orden, siguiendo a Viehweg (quien a su vez es citado por Álvarez Gardiol), el discurso jurídico emerge como el tema central de la teoría del derecho, por lo que su lenguaje está más relacionado con la pragmática que con la semántica, y la tópica, definida por Viehweg como “la técnica de pensamiento problemático”, adquiere su mayor relevancia, pues no se ocupa de discernir el derecho a partir de lo que ya ha sido estatuido por un sistema, sino, precisamente, de abordarlo desde un problema3.

Pues bien, y bajo este contexto, aunque el ordenamiento jurídico colombiano ya tomó partido por definir cuál es el rol del juez dentro de un proceso judicial (con lo cual, y a primera vista, podría sostenerse que eso ya no es un problema, sino un asunto solucionado), habida cuenta de que discrepo de esa postura adoptada por nuestro sistema legal —y de los criterios jurisprudenciales y doctrinales que la respaldan—, desde una perspectiva académica y en virtud de la citada tópica, lo que me propongo es consignar una visión distinta en torno a este asunto, exponiendo una directriz argumentativa que incite a la reflexión y contribuya al fortalecimiento de una mejor y eficaz administración

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de justicia, ejercida dentro de un sistema procesal que respete la libertad de los contendientes y no menoscabe las garantías relacionadas con la imparcialidad del juzgador y la igualdad de trato jurídico que debe dispensársele a las partes.

Para tratar de arribar a tales cometidos, este escrito se ocupará, en su orden, de los siguientes temas: después de dejar en claro cuál es el marco teó-rico desde el que se formulan los planteamientos que se someterán a la consideración del lector, se hará una breve digresión respecto de la democracia, la república y el Estado de derecho. Posteriormente, se precisará qué entendemos por proceso, procedimiento y derecho de instar; luego, se escindirán explicativamente los atributos de imparcialidad, impartialidad e independencia que resultan inherentes a todo decisor judicial, así como el de igualdad de trato jurídico; y, por último, se presentarán unas conclusiones, acompañadas, desde luego, de la bibliografía que se consultó.

Marco teórico

En aras de la honestidad intelectual que se le exige al académico que, como en este caso, expresa sus convicciones valiéndose de la comunicación escrita, lo primero que hay que dejarle en claro al lector, para eludir de entrada consideraciones emo- tivas que a veces se camuflan bajo el manto de unos pretendidos conceptos técnicos, es cuál es la trinchera ideológica desde la que el articulista expone sus tesis, pues solo de ese modo aquel podrá contar con los elementos de juicio que le permitirán luego compartir o rebatir los argumentos planteados por este.

Por ese motivo y antes de consignar este aspecto, pertinente resulta recordar que en el campo del derecho procesal hay dos grandes vertientes que están enfrentadas entre sí en lo que a la concepción del proceso —y en particular del proceso civil— se refiere.

Dichas corrientes son, de un lado, la conocida como activista o publicista, que se aparta de la visión prohijada por el liberalismo decimonónico, al poner su empeño en que el proceso judicial trascienda el reducido ámbito del conflicto que enfrenta los intereses privados de las partes, y en su lugar pugna por “corregir el excesivo individualismo y la falta de igualdad material entre [quienes] acuden a la justicia estatal a resolver sus conflictos”4; porque, en su concepto, pese a que en un escenario judicial se discuten derechos individuales, aun así la sociedad en

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su conjunto tiene un interés legítimo en que la decisión que se imparta esté acorde con la realidad, reconozca las naturales asimetrías que existen entre los contendientes y consulte en lo posible la justicia material.

Para quienes comparten esta línea de pensamiento (que fecunda sus principales postulados en un sistema de juzgamiento de corte inquisitivo), si el proceso judicial no es un mero asunto de las partes, sino que en él tiene un especial interés el Estado, entonces es indispensable que al portador de la visión institucional de este, es decir, al juez, se le dote de los más amplios poderes —no solo de ordenación e instrucción formal, sino, sobre todo, de materiales—, que le permitan abandonar la condición de simple espectador y lo lleven a asumir una posición activa, con base en la cual remueva las aludidas desigualdades y logre obtener la verdad real de lo acontecido, pues solo de esa manera la sentencia que así se profiera será justa y, por ende, se arribará al ideal de la paz en justicia social.

Como resultado de ello, el decisor judicial tiene el deber de decretar de oficio las pruebas que estime necesarias para verificar la existencia de los hechos que se discuten, debido a que, según una de las más conspicuas exponentes de la corriente activista:

El juez del Estado social de derecho es uno que ha dejado de ser el “frío funcionario que aplica irreflexivamente la ley”5, convirtiéndose en el funcionario —sin vendas— que se proyecta más allá de las formas jurídicas, para así atender la agitada realidad subyacente y asumir responsabilidades con un servidor vigilante, activo y garante de los derechos materiales.6El juez que reclama el pueblo colombiano a través de su Carta Política ha sido encomendado con dos tareas imperiosas: (i) la obtención del derecho sustancial y (ii) la búsqueda de la verdad. Estos dos mandatos, a su vez, constituyen el ideal de la justicia material7.

Por lo contrario y, en oposición a la anterior vertiente, la denominada garantista procesal concibe al proceso como un método pacífico de debate

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dialéctico en el que dos desiguales por naturaleza se enfrentan entre sí ante un tercero imparcial, impartial e independiente, que heterocompositivamente les dirimirá el litigio.

De acuerdo con esta escuela, de la cual formo parte y cuyas tesis, obviamente, defiendo; la razón de ser del proceso es la de erradicar la fuerza ilegítima dentro de una sociedad, para mantener así la paz en armonía social. Por consiguiente, su principal finalidad no es la de desplegar una búsqueda frenética alrededor de la verdad real o material (utilizando al proceso como un medio de investigación de esta, como lo pregona la corriente activista), sino, más modestamente, resolver un litigio basado en una verdad forense que es a la que, en últimas, se puede aspirar dentro del estrecho ámbito en que se desenvuelve una controversia judicial.

Por tales motivos, el garantismo procesal, que comparte los principios del sistema de juzgamiento dispositivo o adversarial y que, por ende, se opone a lo inquisitivo o autoritario, defiende un modelo liberal que, bajo el irrestricto respeto de dos de las múltiples garantías constitucionales que en el artículo 29 de nuestra Carta Política integran el concepto de debido proceso, como son las de que nos juzgue un juez absolutamente imparcial que acate, además, la ineludible igualdad de trato jurídico, intenta rescatar el protagonismo del individuo por encima del poder mesiánico y avasallante del Estado.

Naturalmente, para poder dar cuenta razonada de este último aserto —y evitar, así, que quede en una mera proclama—, primero debemos recordar que el rol del...

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