Ernesto Sábato: homenaje a una obra prof-ética y eco-sófica en sus 100 años de vida (1911 / 2011) - Núm. 13, Julio 2013 - Revista Quaestiones Disputatae - Libros y Revistas - VLEX 521843758

Ernesto Sábato: homenaje a una obra prof-ética y eco-sófica en sus 100 años de vida (1911 / 2011)

AutorSantiago Borda -Malo Echeverri
Páginas41-57

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Preludio

Perdí una gran oportunidad de conocer personalmen-te a este ‘Testigo insobornable’ del Siglo XX, cuando estuve de visita durante 15 días en Buenos Aires (Argentina), durante un Encuentro del Movimiento Internacional noviolento del Arca fundado por Joseph Jean Lanza del Vasto, en enero de 2005, movimiento ‘ecosófico’ al que pertenezco. A decir verdad, siendo este uno de mis más grandes anhelos en ese viaje, no encontré un argentino disponible que me condujera a Santos Lugares (Mar de Plata), a 100 kilómetros de la capital donde me encontraba, escaso de recursos económicos... ‘En casa de herrero, azadón de palo’; ‘nadie es Profeta en su tierra’, fueron consignas y adagios –popular el primero y bíblico el segundo–, que también he visto cumplidas no sólo en mi país sino también en ese hermoso país latinoamericano... Pero, cuando mueren este tipo de personas -hoy en vías de extinción, por desgracia-, empieza el mito y la leyenda... ¡Oh ironía de la historia!

1. Todo un hombre y ‘Testigo insobornable’

Nació Ernesto Sábato Ferrari el 24 de junio de 1911 –día simbólico de san Juan Bautista– en Rojas (Argentina, provincia de Buenos Aires), como si su vida estuviese marcada en rojo sangre... Recibió el nombre del hermano difunto que le había precedido. Descendía de un padre de ancestro montañés italiano y de madre de raigambre albanesa, como la madre Teresa de Calcuta. Él, hombre áspero y amasado de candor y dureza; ella, ‘reservada y estoica’, los dos le aportaron una ‘educación durísima’ encaminada a ‘cumplir el deber y ser consecuente y riguroso consi-go mismo’ (1998: p. 33).

Aprehendió de sus progenitores lecciones totales: ‘Jamás le he visto a mi padre faltar a la palabra em-peñada, siempre fiel a la amistad’. Fue él un niño medroso y solitario, con un dejo notorio de soledad, nostalgia y melancolía- ‘saudade’ al estilo de los es-critores portugueses-, que le hará vibrar al unísono con el bandoneón sombrío y sacro, y con letras de los tangos: ‘Estamos muy solos / en este caos de ruido y de cemento’ (1998: pp. 30-31, 35).

Duro, pues, fue el aprendizaje de su infancia: magia de la niñez en candoroso sueño, ‘la fe absoluta de los niños’ con sus propias palabras. Desde temprana edad elevó su mirada hacia ‘héroes, santos y artistas que en sus vidas y en sus Obras alcanzan pedazos del Absoluto que nos ayudan a soportar las repugnantes relatividades de la vida’ (Ib., pp. 39-40). Ya adoles-cente, pasó a estudiar Física hasta nivel de doctorado y realizó cursos de filosofía en la Universidad de La Plata, ciudad donde conoció a Matilde Kusminsky-Richter –su amor de toda la vida–, poetisa que será su única esposa, ‘cuando el ser humano aún era una integridad, y los hombres defendían el Humanismo más auténtico, y el pensamiento y la poesía eran una misma manifestación del espíritu’ (1998: p. 46).

El joven Ernesto Sábato se forjó en la escuela del gran humanista dominicano Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), uno de los más grandes ensayistas de Hispanoamérica como maestro y escritor, “testigo insobornable” (1998: p. 48) al decir del mexicano Alfonso Reyes, apelativo que se apropiará Ernesto Sábato con mucho merecimiento. Sufrió por ese entonces la muerte de su hermano Humberto, víctima de un cáncer fulminante. Ernesto lo sentía de la misma talla de Antoine Saint-Exupéry, el autor de “El Principito” (1998: p. 49).

Su formación intelectual fue muy significativa: Goethe, Rousseau, Ibsen, DostoieVs.ki, Tolstoi y Cervantes, ‘El Quijote’... “Obras supremas, hitos de un viaje iniciático”, según él. ‘Las lecturas profundas me han acompañado hasta el día de hoy, transformando mi vida gracias a esas Verdades que sólo el gran Arte puede atesorar’ (1998: pp. 51-53). Su gusto musical (Brahms, Schubert, Corelli) lo trans-portó a ‘los umbrales del Absoluto’, como a su ad-mirado Hölderlin, ‘merced al misterioso poder de la Poesía’, que le hace sentir con el ‘lieder’: “¿Por qué estos negros presagios, / oh, corazón?” (1998: pp. 54, 56, 57).

Sin embargo, su innata resistencia a la injusticia social, lo empujó a la militancia política en un comunismo que lo conduce a la clandestinidad. Le atrajo el anarquismo de M. Bakunin y viajó a Europa. Su franco cuestionamiento al stalinismo dogmático, siguiendo la ruta del sincero L. Trotsky, lo autoexcluyó del movimiento marxista por disidente y contestatario. En efecto, escribirá: ‘No hay dictaduras malas y dictaduras buenas, todas son igualmente abomina-bles, ¡cualquiera que sea su ideología!’ (1998: p. 71).

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De hecho, a este visionario irreductible, le atrajeron más H. D. Thoreau, A. Camus, A. Schweitzer, B. Shaw, Bertrand Russell y, en especial, el Personalismo de E. Mounier, Martín Buber... Como ‘francoti-rador solitario’, se puso ‘del lado de quienes padecen la historia –como A. Camus-, con coraje para decir la Verdad y levantarse contra todo oficialismo que pierde de vista la sacralidad de la Persona humana’ (1998: pp. 72-73). Desgarrado y lastimado por causa de la contradicción –estigma de los auténticos que le acompañará siempre–, ni alineado ni alienado en ningún ‘ismo’, es tildado simultáneamente de comu-nista y reaccionario.

En ese tiempo Ernesto dio un brusco viraje hacia la Ciencia, y se doctoró en Física y Matemática. Fue premiado por Bernardo Houssay (Premio Nobel de Medicina argentino en 1947) con beca y enviado al Laboratorio Curie de París en 1938. Ya era padre del pequeño Jorge Federico. Conoció de cerca el Surrealismo de André Bretón, mientras trabajó con Irene Curie, hija de Marie, la antaño ganadora de dos Premios Nobel (Física y Química, 1903 y 1911); fluctuó entonces entre el racionalismo científico y la máxi-ma ‘irracionalidad’ artística. Crisis pendular que lo zarandeó entre lo apolíneo y lo dionisíaco, al estilo de F. Nietzsche. Al presenciar la descomposición del átomo de Plutonio, exclamó: ‘¡Aquí empieza el Apo-calipsis! No investigo más y me dedico al Arte’...

Lo sedujo la pintura, a instancias de Óscar Domínguez, pintor canario, y del surrealista Maurice Nadeau. Re-descubrió entonces su ser auténtico, más allá de mistificadores –así lo afirma– como Salvador Dalí. Vacío de sentido e inmerso en el descreimiento, se sintió sin piso en su opción científica, ‘entre dos colosales montañas, ante un nuevo Llamado, con el gozo irrefrenable que acompaña al nacimiento de toda gran pasión’ (1998: pp. 84-85). Teniendo por aquella época entre sus alumnos al gran filósofo de la ciencia y epistemólogo Mario Bunge, asume “la vida en los bosques” de H. D. Thoreau en las sierras de Córdoba, sin acueducto ni luz eléctrica... De paso por esa tierra inhóspita, a la intemperie, conoció al revolucionario coterráneo ‘Che’ Guevara, joven mé-dico que empezaba su viaje a través de América La-tina. Se miraron cara a cara –‘face to face’ o ‘vis a vis’– los dos Ernestos diamantinos...

De ese tumulto interior brotó su emblemático Ensayo “Uno y el Universo”, nacimiento de su vocación al Arte, avalada por el autor de “La montaña mági-ca”, Thomas Mann. J. S. Bach y W. A. Mozart le subyugaron y le impelieron a ‘la fidelidad a mi condi-ción humana’ (1998: p. 89). Supo de privaciones, al perder voluntariamente sus privilegios de científico prometedor, considerado ahora loco para los ‘críti-cos’... Estuvo tentado por el suicidio en su vivencia kafkiana de aterradora encrucijada: ‘situación-límite por reconquistar la unidad inefable de la Vida’ (1998:
p. 90). Fue entonces cuando la Literatura se convirtió en el medio fundamental para expresarse y dilucidar sus obsesiones. Recobró su verdadera Patria: el Arte, ‘la totalidad de mi espíritu en el ámbito sagrado de la Poesía’ (1998: p. 91), como lo intuía su espíritu gemelo Antonin Artaud.

2. Un itinerario del retorno a las raíces: “antes del fin”

Ernesto estaba ahora de regreso de todo... Fue así que ‘una voluntad desconocida para nosotros nos conduce para encontrarnos con personas y cosas fun-damentales para nuestra existencia’ (1998: p. 92), como escribió en su autobiografía o ‘anti-memorias’. Antepuso –como Henríquez Ureña– ‘la lucha por la Justicia a la propia búsqueda de la perfección in-telectual’ (1998: p. 93). Actitud insólita, inusitada entre los ‘intelectuales’, que desafortunadamente hoy no pasan muchas veces de simples ‘intelectua-loides’... La revista “Teseo” (personaje mitológico que venció al Minotauro y salió del laberinto con el hilo de Ariadna) y Editorial Sur de Victoria Ocampo lanzaron a este escritor sin pretensiones ególatras. Ella fue la mecenas de R. Tagore, Gabriela Mistral,
J. J. Lanza del Vasto y H. Marcuse en nuestro medio latinoamericano... Allí, en esa editorial argentina, alternó el novel escritor con A. Camus, J. P. Sartre, J. Green, E. Mounier, J. Ortega y Gasset, A. Huxley y
H. Michaux. Estrechó vínculos con Jorge Luis Borges, aunque afloraron serias discrepancias políticas entre las dos lumbreras argentinas. Se me antoja en este contexto –a modo de paréntesis–, aplicarle a E. Sábato (quien se autodenominará “el hombre de los pájaros”) el “argumentum ornithologicum” borgiano sobre la existencia de Dios, que parodiaba el “argumentum ontologicum” de san Anselmo:

Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo y acaso menos: no sé cuántos pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el número

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es definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso vi menos de diez pájaros (digamos) y más de uno, pero no vi nueve, ocho, siete, seis,...

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