Más allá del 'il-y-a' de la noche. La persona, Ícono del trascender - Núm. 13, Julio 2013 - Revista Quaestiones Disputatae - Libros y Revistas - VLEX 521843766

Más allá del 'il-y-a' de la noche. La persona, Ícono del trascender

AutorCarlos Díaz Hernández
Páginas75-92

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Introducción

En la relación del don donante con el don donado, esto es, en la relación persona-doxa, aparece la persona como eikon, como ícono o imagen, aportación especialmente puesta de relieve por la teología ortodoxa. En efecto, respecto de lo divino, el ícono humano es la imagen respetuosa, obediente, media-dora, de lo visible a lo invisible, de lo sensorial a lo conceptual, de lo material a lo espiritual. En cuanto tal, no se refleja a sí mismo, sino que nos remite a otro, que es su fundamento, como Juan Bautista, que tiene que decrecer para que Cristo crezca.

El ícono permite el éxtasis, el libre encuentro entre el hombre y Dios, porque se mantiene la distancia adecuada entre el humano que contempla y lo divino contemplado: ni demasiado cerca, pues eso sería considerado una intromisión, ni demasiado lejos, pues entonces no se alcanzaría la cercanía necesaria. El ícono sabe estar para saber ser. Por el contrario, cuando la humana imagen (eikon) se entiende como esencia única, definitiva, lograda del todo (eidos), y de este modo como ídolo, entonces el místico, es decir, el contemplativo, se pierde en la plenitud de su propia hybris, de soberbia y de narcisismo: se trata de la perversión del ícono por autodeificación del contemplador separado de lo contemplado. Dicho de otro modo, el ídolo es la intencionalidad autoincurvada egocéntricamente, que encubre en lugar de desvelar aquello hacia lo que apunta.

El ídolo me produce vértigo, pues absorbe por imantación la imagen objetiva hasta el punto de hacerla desaparecer fagocitándola. La iconodulía puede entonces terminar precisamente en lo contrario de lo que pretendía, a saber, en idolatría iconolástica, olvidando que los íconos son mediaciones necesarias, pero mediaciones al cabo, en la búsqueda del absoluto divino. Así:
Nos hacemos un ícono del otro y/o de su imagen cuando dejamos que él nos manifieste lo que es; un ídolo, por el contrario, cuando nos apoderamos de él y/o de su imagen imponiéndole la nuestra, controlándola posesivamente.

- Nos hacemos un ícono cuando dejamos que él nos mire; un ídolo por el contrario cuando nuestra mirada lo destituye.

- Nos hacemos un ícono cuando permitimos que refleje al otro; un ídolo por el contrario cuando sólo nos hace vernos a nosotros mismos con ocasión del otro.

- Nos hacemos un ícono cuando dejamos que nos convoque y ayude a ver (sin-bólicamente); un ídolo por el contrario cuando nos equivoca porque sólo es nuestra boca (es diá-bolo, diablo), por tanto, lo separador.

- El ícono trasluce la imagen y a la vez la diferencia entre el hombre y la divina trascendencia, el ídolo por el contrario se apodera de la diferencia entre ambos, con lo que sin poderlo evitar pierde la imagen y la semejanza.

Como muy bien objeta Mauricio Beuchot, para remediar esta limitación que encuentra Levinas en el pensamiento griego (la insistencia en el ser, en la ontología, en la presencia, etc.) “no hace falta hacerse hebreo, bastando para mejorar nuestra filosofía con amestizarse y decir cosas bíblicas hebreas en la lengua griega” (Beuchot, 2007). Estamos de acuerdo1.

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El hombre es un animal credencial, ya sea su creencia Hoffnung, (esperanza laica en las penultimidades2), o Zuversicht (esperanza judeocristiana).

a). Por su condición de creyente es fe-haciente (“creer es de alguna manera crear”). Todo creer forja un poder, incluso el poder de darse cuenta de las impotencias de diverso grado que hay en ese poder. El hombre continúa pudiendo poder tanto más cuanto más quiera querer.

b). A su vez, poder es poder creer. El hombre cree tanto como puede, es decir, con tanta potencia como es capaz; incluso cuando el que puede poder no ejercita esa su potencia; aun cuando no quiera poder, puede poder si quiere3.

c). En cuanto que fehaciente y fe-haciente, es fidedigno y fide-digno.

d). Se puede dar razonablemente (no decimos racionistamente) razón de la fe y de la correspondiente esperanza que todo creer conlleva, ya sea Hoffnung o Zuversicht.

e). Más que “dar razón” de la esperanza (pues no cabe en buena lógica aceptar literalmente el lema “esperanza contra toda esperanza”), lo previo, sería preguntar: ¿es razonable la confianza absoluta en la razón? ¿es razonable preguntar por la condición elpídica de la razón, o esa elpis (esperanza) se le supone por principio como el valor al torero? ¿Cabría preguntarse razonablemente por la razón de la fe? ¿Podría desde el reconocimiento del carácter elpídico de la razón (y no son ganas de enredar para favorecer la oscuridad donde todas las vacas sean pardas) preguntarse por la razón que pueda haber en la fe? Machado: “Hay dos modos de conciencia:/una es luz, y otra paciencia./ Una estriba en alumbrar un poquito el hondo mar;/ otra, en hacer penitencia/ con caña o red, y esperar/ el pez, como pescador./ Dime tú: ¿cuál es mejor?”

f). Y, sobre todo, abrir la razón: «En el plano de las relaciones interhumanas, he-sed constituye la sustancia misma de la alianza, aunque con distintos grados. En primer lugar, está dotado de hesed el señor o superior, que en su superioridad instituye una alianza y, en este sentido, es cercano al de benevolencia, gracia,

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amor; pero, en consecuencia, el súbdito que accede al pacto debe vivir en conformidad con el favor concedido, debe, por así decirlo, reflejarlo, regulando según él su propia conducta, tanto en su relación con el señor como con los demás. Además, en la antigüedad los conceptos éticos están estrechamente entrelazados con los jurídico-políticos: la confianza reina entre los miembros de la familia, entre los de la estirpe, entre las tribus confederadas, etc.; la fidelidad y la piedad se fundan en la relación jurídica, fundamentando a su vez su estabilidad. Hesed reina entre quien ofrece hospitalidad y quien la recibe, y en quien la devuelve cuando se presenta la ocasión; quien, con su hesed, ha ofrecido ayuda, compromete al que la ha recibido al mismo sentimiento y al mismo modo de obrar. Cuando lo jurídico (contractual) aparece en primer plano, el mejor modo de parafrasear el hesed es con el término lealtad; pero el concepto cuadra mejor en el ámbito del pacto que en el de contrato, cualquiera que sea un motivo por el que se acuerda una alianza. Si se lo traduce como comportamiento de acuerdo con una relación de comunión, sólo se acierta a condición de poner en la raíz de todo un comportamiento personal, benévolo, amoroso, que descubre y abre un espacio de confianza recíproca. Hesed incluye en gran medida otros conceptos fundamentales, sin que por esto haya que identificarlo con ellos: berit y hesed se condicionan recíprocamente; fidelidad y veracidad (emet) son inimaginables sin hesed (los dos términos aparecen muy a menudo juntos en los salmos), salvación y paz (shâlom) tienen también relación con ello. Encomendarse al hesed de Dios no significa simplemente implorar su gracia, sino recordarle su fidelidad a la alianza, dando signos de penitencia y de conversión, de los que Dios puede inferir que se atiene aún a este pacto de fidelidad. Se osa recordar a Dios su fidelidad a la alianza, apoyándose en ella como en una garantía de gracia: toda la reciprocidad de la alianza se basa en la iniciativa de gracia de Dios» (Von Baltha-sar, 1988). Por otra parte, la fe judía es emunah (confianza en la guía de Dios), que no se reduce a un sentimiento subjetivo, sino una praxis fundamentalmente colectiva que tiene su asiento en la experiencia de un pueblo y conduce a trabajar por la transformación del mundo dialogando y buscando. Emunah confianza, creer en y no sólo creer que, podría ser el sustituto del término religión, sobre todo si tenemos en cuenta que el hebreo moderno carece de tal palabra (dat, que se utiliza para designarla, pertenece propiamente al campo de la ley y no al de la fe).

También autores como Levinas, al romper lo mismo y lanzarnos hacia lo otro, quieren sin embargo convertir al otro en una especie de mismo, una univocación surgida de su extrema equivocidad. Heidegger ha intuido, aunque para quedarse tan sólo en la disponibilidad, la apertura, pero rechazando la afirmación de realidad explícitamente. Con él creemos que sólo un dios puede salvarnos, pero hace falta saber qué clase de dios, no qué Dios, sino quién es ese Dios y quién es el hombre, para que de él se acuerde. Aceptada la necesidad de un serio mestizaje filosófico, y para evitar que el mismo se convierta en ídolo, como lo hicieron los filósofos de la identidad, así como que se idolice al otro, como lo hacen ahora los filósofos de la alteridad y de la diferencia, hay que dar cabida a los dos lados del ser, lo mismo y lo otro, como afirma Mauricio Beuchot. Quien ama al prójimo como a uno mismo, fórmula analógica adecuada, sabe que ese como sólo se ejerce cuando desde la mismidad aceptamos su diferencia, a la nuestra irreductible. La desproporción, a pesar de su magnitud, por gracia de la proporción no rompe la comprensión, no impide el acercamiento: “Porque se es un sí mismo como otro, según expresión de Ricoeur, podemos hacer al otro un sí mismo, un análogo nuestro, no un mero simulacro (equívoco, por haber intentado, sin lograrlo, ser unívoco)” (Beuchot, 2007, págs. 143-144). Por no haberlo tenido en cuenta, Levinas se ve obligado a minusvalorar la presencia y la acogida interpersonal y a declarar que nadie está en su casa.

Afortunadamente, Paul Ricoeur acude a corregir a Levinas, pues “cuanto mayor es el orden de la atestación o testimonio, tanto menor el orden de la sospecha, lo cual no impide que la sospecha pueda servir como camino hacia y travesía en la atestación” (Ricoeur, 1996). Ricoeur busca la igualdad del mismo a través de la desigualdad, de suerte que el...

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